La situación en la que vivimos ha tambaleado los cimientos de una casa que ya no recordábamos de qué materiales estaba construida. Creo que como muchos, uno de los sentimientos que más me ha invadido durante estos meses es la desprotección ante lo que se escapa a nuestro control, y esa necesidad de recuperar todo aquello que nos hace sentirnos bien, como en casa.
Y en esa vuelta al origen, entre tanto pánico generalizado algo dentro de mi sintió la necesidad de evasión, de alguien que me susurrase que todo iría bien. Y me acordé de un escritor que me cautivó por su forma tan humana y certera de abordar los cuentos como es Gustavo Martín Garzo que leí por primera vez en el colegio su libro La Princesa Manca. Un libro que lejos de quedarse en el olvido de los libros infantiles quedó grabado en mi memoria por esa transmisión de lo esencial, con el amor materializado como una parte de un todo, que permiten los cuentos, al darnos permiso para evadirnos, sin los prejuicios o limitaciones de la realidad.
En esta ocasión hubo un título entre sus obras que me llamó la atención por encima del resto, Una casa de palabras, que nos recuerda la importancia de la imaginación y los valores que se reciben a través de los cuentos.
C. G. Jung ha dicho que uno de los dramas del mundo moderno procede de la creciente esterilización de la imaginación. Tener imaginación es ver el mundo en su totalidad. Los cuentos permiten al niño abrirse a ese flujo de imágenes que es su riqueza interior y aprender la realidad más honda de las cosas. Toda cultura es una caída en la historia, y en tal sentido es limitada. Los cuentos escapan a esa limitación, se abren a otros tiempos y otros lugares, su mundo es transhistórico. Por eso sus personajes son eternos peregrinos, como el alma de los niños.
Este libro supuso para mi un viaje hacia esa niñez necesaria, a esa esencia que se nos olvida cuando nos tomamos la vida y a nosotros, demasiado en serio.