Mucho se ha debatido estos días sobre la conveniencia o no de mostrar imágenes como las de Aylan en las orillas turcas. Los medios defienden a ultranza una forma de hacer justicia que, convenientemente, también es más rentable y los que no necesitan o quieren verla parece que sólo pueden posicionarse en el lado de la indiferencia.
Un debate entre los que piensan que es la única forma de que se remueva la conciencia social y, por extensión, la de la comunidad internacional y aquellos que consideran que estas imágenes que ocupan portadas atienden más a satisfacer el morbo que a quitar la venda a quien no quiere ver.
Mi intención no es posicionarme en uno u otro frente. Lo que sí me planteo es el proceso de insensibilización fruto en gran parte de la saturación informativa pero también de la filosofía del éxito propio y el individualismo extremo que se nos ha querido vender. Nuestro interés tiene un horizonte demasiado cercano y difuso y muchas veces solo se despierta si detecta un beneficio propio.
Y este pensamiento no nace solo de la conmoción de una instantánea. Surge de la idea, casi certeza, de que si seguimos por este camino, y un día recuperamos nuestra sensibilidad y humanidad, como vaticina esta noticia, sólo nos quedarán las máquinas para consolarnos o interpretar nuestras indetectables emociones.